Lluís Permanyer
Le conocí a mediados de los años sesenta, cuando tan ilusionados íbamos los dos para periodistas. Los largos viajes en su coche a Madrid, las horas muertas en la capital y fuera de las aulas propiciaban la charla; y entonces fue cuando descubrí al Paco González Ledesma contador de historias. Con la más absoluta naturalidad y sin la pretensión de llevar la voz cantante en ningún momento, desgranaba unas historias que me fascinaban; no me cansaba de escucharle y cuando terminaba, le preguntaba para que detallara o siguiera con otra. Es cierto que los doce años que me llevaba le beneficiaban de una experiencia muchísimo mayor, pero no era menos cierto que refería vivencias interesantísimas y además sabía relatarlas con una gracia del todo infrecuente. Mucho después, cuando ingresó en ‘La Vanguardia’, tuve la suerte de ser su vecino de mesa por espacio de no pocos años, lo que me benefició de seguir, claro, a la escucha.
Al leer ahora sus memorias he reencontrado no pocas de aquellas historias, que me han procurado el placer de recordar las circunstancias exactas en las que me las desgranó por vez primera. La extraña impresión del ‘déjà vu’ no ha empañado en absoluto la calidad del relato, sino todo lo contrario.
Hay un aspecto que me importa destacar: la esencia fundamental de cada una de las situaciones principales que forman ‘Historia de mis calles’ la estructura a base de tipos y de retratos. La forma como él evoca la reconstrucción de un personaje consiste en una profunda cala psicológica y casi siempre moral o ética. En efecto, no suele entretenerse en las ramas mediante una descripción del físico ni del atuendo ni del paisaje ambiental, sino que lo perfila mediante su comportamiento, su actitud, sus reacciones, su código de valores. Así pues, es capaz de comunicar, mediante unos trazos a veces impresionistas o todo lo minuciosos que requiera, la imagen no sólo exacta, sino remendamente efectiva, veraz y emotiva.
La galería de retratos, nunca indiferentes, es de una enorme riqueza de matices, gracias sin duda a los ambientes y a las situaciones muy diversas que los centran. Amén de la familia, a la que dedica no pocas páginas, desfilan la estremecedora ciudad de posguerra, la escuela y la universidad, el cuartel, la editorial Bruguera, la abogacía y las redacciones de los diarios. Tales evocaciones son trazadas básicamente gracias a un rosario de tipos, entre los que destacan quizá no tanto por la importancia que en su momento tuvieron, sino por la composición eficaz, demoledora o no, de su perfil. Así, se imponen de forma memorable, por ejemplo, los dedicados a Rafael González, Josep M. Lladó o Víctor Mora y sobre todo el que evoca al Francisco Bruguera de la oficina siniestra, aquella que de forma inmisericorde impuso. Y no olvido al siniestro comandante Saliquet, un bruto tenebroso al que el alférez González Ledesma le paró las patas.
Queda claro, pues, cuál ha sido la fuente de la que siempre se nutrió el novelista.
Le conocí a mediados de los años sesenta, cuando tan ilusionados íbamos los dos para periodistas. Los largos viajes en su coche a Madrid, las horas muertas en la capital y fuera de las aulas propiciaban la charla; y entonces fue cuando descubrí al Paco González Ledesma contador de historias. Con la más absoluta naturalidad y sin la pretensión de llevar la voz cantante en ningún momento, desgranaba unas historias que me fascinaban; no me cansaba de escucharle y cuando terminaba, le preguntaba para que detallara o siguiera con otra. Es cierto que los doce años que me llevaba le beneficiaban de una experiencia muchísimo mayor, pero no era menos cierto que refería vivencias interesantísimas y además sabía relatarlas con una gracia del todo infrecuente. Mucho después, cuando ingresó en ‘La Vanguardia’, tuve la suerte de ser su vecino de mesa por espacio de no pocos años, lo que me benefició de seguir, claro, a la escucha.
Al leer ahora sus memorias he reencontrado no pocas de aquellas historias, que me han procurado el placer de recordar las circunstancias exactas en las que me las desgranó por vez primera. La extraña impresión del ‘déjà vu’ no ha empañado en absoluto la calidad del relato, sino todo lo contrario.
Hay un aspecto que me importa destacar: la esencia fundamental de cada una de las situaciones principales que forman ‘Historia de mis calles’ la estructura a base de tipos y de retratos. La forma como él evoca la reconstrucción de un personaje consiste en una profunda cala psicológica y casi siempre moral o ética. En efecto, no suele entretenerse en las ramas mediante una descripción del físico ni del atuendo ni del paisaje ambiental, sino que lo perfila mediante su comportamiento, su actitud, sus reacciones, su código de valores. Así pues, es capaz de comunicar, mediante unos trazos a veces impresionistas o todo lo minuciosos que requiera, la imagen no sólo exacta, sino remendamente efectiva, veraz y emotiva.
La galería de retratos, nunca indiferentes, es de una enorme riqueza de matices, gracias sin duda a los ambientes y a las situaciones muy diversas que los centran. Amén de la familia, a la que dedica no pocas páginas, desfilan la estremecedora ciudad de posguerra, la escuela y la universidad, el cuartel, la editorial Bruguera, la abogacía y las redacciones de los diarios. Tales evocaciones son trazadas básicamente gracias a un rosario de tipos, entre los que destacan quizá no tanto por la importancia que en su momento tuvieron, sino por la composición eficaz, demoledora o no, de su perfil. Así, se imponen de forma memorable, por ejemplo, los dedicados a Rafael González, Josep M. Lladó o Víctor Mora y sobre todo el que evoca al Francisco Bruguera de la oficina siniestra, aquella que de forma inmisericorde impuso. Y no olvido al siniestro comandante Saliquet, un bruto tenebroso al que el alférez González Ledesma le paró las patas.
Queda claro, pues, cuál ha sido la fuente de la que siempre se nutrió el novelista.
La Vanguardia, 29 de marzo de 2006
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