10 de jul. 2009

No hay que morir dos veces

Francisco González Ledesma
Planeta. Barcelona,2009. 464 páginas, 19,90 euros

Ricardo SENABRE

El viejo inspector Méndez se resiste a la jubilación, por suerte para los lectores de Francisco González Ledesma (Barcelona, 1927), el escritor que mejor ha demostrado cómo la práctica de la literatura de quiosco puede ser un excelente método de aprendizaje para un narrador. Como es habitual en las novelas del autor, No hay que morir dos veces plantea desde el comienzo, en una rápida sucesión de escenas alternantes, diversas historias que poco a poco, a pesar de su aparente diversidad, irán relacionándose hasta mostrar su condición de ramas del mismo árbol: un novio asesinado al pie del altar, un ex convicto contratado para cometer un asesinato, unos depravados pederastas, una compleja trama de terroristas islámicos, los oscuros entresijos de alguna familia acomodada y algunas otras cuestiones de menor cuantía forman una trama de apariencia inextricable que Méndez se encargará de ir aclarando, guiado más, como siempre, por su intuición que por el análisis científico de datos e indicios que ahora se impone en las indagaciones policiales.
La media docena de novelas largas protagonizadas por Méndez ha servido para consolidar un estilo narrativo de indudable eficacia y, además, fácilmente reconocible por su acusada singularidad. Es el estilo heredado del folletín clásico y de la novela de aventuras -todo ello puesto al día, claro está-, caracterizado por un ritmo vertiginoso, hecho de frases cortas y diálogo abundante, con finales de capítulo que, como en la vieja literatura por entregas, interrumpen las acciones en momentos de máxima tensión para intercalar luego otra escena distinta que retrasa el desenlace de la precedente y aumenta la expectación del lector. Si a ello se une la caracterización del inspector Méndez, escéptico, desengañado -pero también compasivo- y con ribetes de humor que recuerdan al Marlowe de Chandler, la mezcla contiene todos los ingredientes para convertir la novela en un producto literario que, sin pretender alcanzar las cumbres de la sublimidad, cumple dignamente una de las misiones que cabe esperar de la novela: su capacidad para entretener, la aceptación del desafío que consiste en sacar al lector de sus casillas e introducirlo, aunque sea durante unas horas, en un mundo nuevo, desconocido para él y, a ser posible, verosímil. Para ello, González Ledesma cuenta con su habilidad para enlazar tramas y presentar personajes que incluso alcanzan cierta profundidad, sobre todo cuando se acerca, por su edad, a la del propio Méndez y cuentan con una historia que evocar, como sucede con el jardinero Juan Villa o con Dalia, la antigua madame que sobrevive dedicándose a la único que sabe hacer. Otros tipos, en cambio, son más convencionales o se ajustan a estereotipos reconocibles, como el del tiburón financiero Conde o el del ex recluso Gabri. En el desenlace quedan algunos flecos en el aire -así, la historia de Greta Lago- y otros se resuelven con una explicación somera y poco fundada en todo lo anterior, como el destino último de la adolescente Nadia. También ocurren cosas así en algunas novelas de Chandler y esto no le ha restado lectores. No hay que morir dos veces interesará no sólo a los lectores de González Ledesma, sino, en general, a todos los aficionados a la novela negra, una modalidad que en nuestra literatura narrativa ofrece notables ejemplos, entre los que González Ledesma sobresale con méritos y caracteres estilísticos propios e inconfundibles.

El Cultural, 10 de julio de 2009