Tanto monta, monta tanto, Silver Kane como Enrique Moriel. Sendos seudónimos son los que utilizó el periodista y escritor Francisco González Ledesma para firmar más de 300 novelas de lo más cercano al 'pulp' que hemos tenido en España. González Ledesma (Barcelona, 1927), además, fue uno de los impulsores, junto a Manuel Vázquez Montalbán, de la novela negra de corte social en España. Una parada en su página de wikipedia augura más de una sorpresa acerca de un escritor al que, por desgracia, y como suele ocurrir por estos pagos, no hemos considerado en su justa medida. Pero siempre estamos a tiempo de remediarlo. Y este 'El adoquín azul', su última novela, publicada por la gente de Menoscuarto, aparece en las librerías como la excusa perfecta para adentrarse en un escritor de los de raza.
Conocida es la anécdota de que, en 1948, con tan sólo 21 primaveras, un jovencísimo González Ledesma se alzaba con elPremio Internacional de Novela por su obra 'Sombras viejas', en cuyo jurado se encontraban Somerset Maugham y Walter Starkie. No obstante, al parecer, los censores del franquismo prohibieron su publicación, tildando a su autor de "rojo" y "pornográfico", lo que le sumió en el silencio como novelista durante un buen número de años. Aunque, por fortuna, volvió a la máquina de escribir con la fuerza de un 'tsunami'.
"Rojo" y "pornográfico". No me digáis que no se puede tener mejor comienzo en el mundo de las letras. Y de ahí a las novelas del oeste que leían nuestros padres como si fuesen adictos de unos peculiares 'dealers' denominados 'quiosqueros'. Y, finalmente, a la novela negra con un personaje, el inspector Ricardo Méndez, que se encuentra a la altura de Pepe Carvalho o Plinio. Ahora, después de la última entrega de Méndez, 'Peores manera de morir' (2013), llega esta 'nouvelle' contundente y fresca, rescate de una publicación por entregas hecha en el verano de 2002 en la revista 'Interviú'. Y bienvenida sea esta novela breve -apenas roza las 70 páginas - en la que ni falta ni sobra una palabra y que sirve a su autor para lograr una perfecta metáfora del vacío existencial en que nos encontramos todos.
El argumento bien merece una pequeña parada: Montero, traductor y poeta en una Barcelona de posguerra, es herido en una redada, de la que logra escapar gracias a la ayuda de Ana, la mujer de un feroz jefe de policía. A partir de aquí lo que sigue es un 'thriller' de bella factura y una apasionante y enternecedora historia de amor frustrado. González Ledesma cien por cien, vamos. Uno de los grandes. Otro de los nuestros. Sobra decir que la novela es más que recomendable. Ahí va su arranque para que os hagáis una idea:
De acuerdo, Señor, pero yo no sé si Montero -a quien recuerdo en mi soledad- ha muerto. Yo conocí a Montero en mis años de niño, que, como tú sabes, fueron años de hambre, de muerte programada, de portales oscuros y luces verticales cayendo sobre los barrios de atrás en el barrio donde él y yo nacimos. Montero era algo mayor que yo; supongo que unos diez años. Su tiempo barcelonés también lo has conocido. En su niñez, oyó hablar de los sindicatos en lucha, conoció el somatén y hasta parece que se acordó de ti para rezarte la primera oración de su vida, cuando se encontró entre el fuego cruzado de dos bandas de pistoleros, unos del sindicato y otros de la patronal. De todos modos, a eso, no sé por qué, él lo llamaba el Gran Tiempo, o el Tiempo de las Intensidades.
Montero solía decir, es verdad, que aquella había sido una época irrepetible, y que él había tenido la oportunidad de vivir una Barcelona caótica, convulsa, sucia, viciosa y, por lo tanto, fascinante: fueron, siempre según Montero, tiempos de grandes iniciativas, desde la Mancomunitat al Institut d'Estudis Catalans, desde Puig iCadafalch a Pau Casals, desde la Sagrada Familia a Madame petit. No creas, sin embargo, que Montero fue un cínico, al unir cosas tan dispares. Él amaba aquella Barcelona en su infinita variedad, su lucha, su imaginación y su pestilencia. Hay que decir en su honor que a Montero le interesaban más la Biblioteca de Catalunya y los versos de Salvat Papasseit que todo lo demás, porque Montero, Señor, era un poeta. Quiero decir que al margen de trabajar casi diez horas al día como traductor, ir de vez en cuando al Ateneo (donde solía integrarse, con una devoción religiosa, al círculo de Pompeu Fabra), buscar documentación en las bibliotecas y amar con la mirada a las gentes de las calles, Montero escribía cosas que se iban con el aire de la ciudad, cosas dedicadas a la nada.
Supongo que tú no estás demasiado al corriente de la poesía, Señor, en especial la religiosa, que tiene efectos narcotizantes de suma gravedad, pero aun así Montero hubiese debido merecer tu atención, o tu lástima. Montero escribía sobre cosas tan perfectamente frágiles como las calles que cambian y las mujeres que envejecen, y supongo que eso hizo que no se le considerara nunca un poeta de valores permanentes, al revés de lo que ocurre con los sabios que te cantan a ti, Señor, a la patria o a la madre, inversiones espirituales siempre seguras y que Montero desdeñó. Yo no sé si fue un gran poeta, pero imagino que debió de serlo, porque no lo cita ninguna antología y porque alguna vez, sin embargo, he oído sus letrillas en la calle, en boca de alguna vieja que aún las recuerda. Montero interpretó la luz de los portales, la risa de los niños, el llanto de las mujeres y la mirada de los perros, es decir, hizo un trabajo perfectamente inútil sobre cosas pasajeras de las que ninguna historia se acuerda.
Marga Nelken, El Mundo, 20 de marzo de 201
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