9 de set. 2005

El inspector Méndez entre faldas

La perspectiva femenina domina en la nueva novela negra de Francisco González Ledesma, 'Cinco mujeres y media'

Matías Néspolo

Es un hombre de perfil bajo, un tanto más discreto que su colega Pepe Carvalho. Sin embargo, el inspector Ricardo Méndez también está llamado a convertirse en leyenda. Quizá porque este poli casi tan veterano como su creador, Francisco González Ledesma (Barcelona, 1927), se acerca peligrosamente al retiro. Tal vez porque es un sabueso de la vieja escuela, que prefiere un buen interrogatorio a las pericias más sofisticadas de la brigada científica, porque saca datos más precisos de los ojos de un sospechoso que de una muestra de ADN. O puede que sea su último caso, Cinco mujeres y media (Planeta) -a pesar del escaso mérito que le reconocen sus superiores-, el colofón de una impecable hoja de servicios que ya le garantiza un lugar destacado en la historia de la mejor literatura criminal.
Como sea, Paco González Ledesma repasa la trayectoria de su héroe con sincera humildad. Aunque ya había hecho sus primeras y fugaces apariciones en Expediente Barcelona (1983), Méndez adquiere pleno protagonismo en Las calles de nuestros padres, novela de 1984 reeditada recientemente. Se consagra con Crónica sentimental en rojo (Premio Planeta, 1984) y se consolida con La dama de Cachemira, obra galardonada en Francia con el Prix Mystère du Meilleur Roman Etranger 1986.
La decena de novelas que componen su currículo profesional lo definen como polizonte fuera de lo común. «Es un policía sentimental», dice Ledesma, y confiesa que tiene algo de poeta: «Lleva los bolsillos llenos de libros y no se atiene al reglamento, por eso nunca lo ascenderán». Méndez cree más en la ley de la calle que en la de los tribunales. Para colmo de males, arrastra consigo la sospecha, porque «bajo el franquismo ayudaba a los rojos y en la democracia desconfían de su pasado al servicio del régimen».
A diferencia de casos anteriores, que remitían al universo masculino como tradicionalmente sucede en la novela negra, Méndez se mueve ahora entre faldas. «Las mujeres son el principal componente de la vida social. Muchas lectoras me aconsejaron que le prestara atención a la perspectiva femenina», dice Ledesma.
Cinco mujeres y media comienza con la violación y el asesinato de Palmira Canadell, una humilde trabajadora de simpatías anarquistas.A Méndez sólo le encargan que husmee en el funeral y no se inmiscuya en el caso, pero como el viejo inspector no puede con su genio acaba investigando por su propia cuenta. Y lo que parecía una crónica más para la hoja de sucesos se convierte en una intriga de alto vuelo cuando aparecen uno a uno los cadáveres de los tres macarras violadores.
Una hermana gemela de la víctima, un viejo sicario que vuelve a las andadas, una elegante dama de Pedralbes enriquecida con el multimillonario negocio de la construcción, una viuda y una prostituta suicida. Encastrar estas piezas no parece nada fácil, pero Méndez lo logra recorriendo las calles de su jurisdicción, cuyo centro de operaciones es la comisaría de Drassanes. «Cuando remodelaron ese edifico, la policía me regaló el sello oficial», recuerda Ledesma como prueba de fidelidad territorial de su héroe.El recorrido urbano de Méndez es el mismo de siempre, el Raval de bajos fondos y el Poble-sec natal del autor. «El alma de los barrios no ha cambiado. Las historias de la Barcelona profunda siguen siendo las mismas, lo que ha cambiado es la fachada», concede Ledesma. Porque la ciudad que retrata Cinco mujeres y media es otra muy diferente a la que suele dibujar el depurado costumbrismo del escritor. «Es la Barcelona del Fórum, la de los precios inverosímiles y la de la explotación inmobiliaria», asiente.
Sin embargo, este cuadro de actual vigencia no descarta un movimiento inverso hacia el pasado. La Barcelona profunda aún conserva las heridas abiertas de la Guerra Civil. Uno de los episodios más duros es el recuerdo de una de las protagonistas que, en los rigores de la posguerra, fue iniciada en la prostitución por su propia madre. «Son episodios que han existido, pero sabe mal recordar», dice Ledesma, y recuerda cómo en el Café Sevilla del Paral·lel, en tiempos de hambruna y desesperación, las prostitutas se hacían acompañar por sus madres para simular respetabilidad y elevar así su tarifa. «Era muy normal. Cuando el padre había sido fusilado por el régimen o estaba en prisión, las madres consentían la actividad de sus hijas como uno de los pocos recursos para combatir el hambre», dice el escritor, que de ninguna manera condena aquellas mujeres, «porque se prostituían sin perder su dignidad». El que sí condena y censura es el narrador de la novela, porque la madre que aparece en la ficción sí pierde toda dignidad al iniciar a su hija cuando todavía es una niña.
Consciente del dolor que aún hoy despiertan estas viejas escenas en la memoria de los represaliados por el franquismo, Ledesma se esfuerza en extremar la delicadeza en el tratamiento literario.Recurre al monólogo interior para recrear la traumática experiencia infantil de su personaje femenino. Si a ello le sumamos pasajes contados en primera persona, el uso del narrador testigo en tercera persona y de a ratos, omnisciente, obtenemos un mosaico de estilos y recursos narrativos que hacen de esta novela un artificio literario mucho más sofisticado que las primeras aventuras de Méndez. «Hoy esas primeras novelas me parecen un tanto elementales», confiesa Ledesma. «Como no me asustan los desafíos, he querido ensayar formas nuevas». Y por cierto que la novela negra, o «novela social» como prefiere el autor, gana mucho con esas innovaciones formales.

El Mundo
, 9 de septiembre de 2005