Esta novela ya tiene algún tiempo, para ser exactos 27 años. Fue premiada en 1984 con el premio Planeta, premio por otra parte que ya sabemos que su montante económico es inversamente proporcional a la calidad que atesoran los libros premiados (hace unos años el segundo premio recayó sobre La vida en el abismo de Ferran Torrent, autor tuerto y reinante en la corte de los ciegos absolutos, con el que tengo el no gusto de compartir espacio en el pueblo dormitorio donde habito). Pero mi baja forma y, por otra parte, mi iluso deseo de reconciliarme alguna vez con estos premios, me hizo intentarlo de nuevo. Bueno, tal vez mi estado de dejadez y alicaimiento haya contribuido a no sentirme estafado de nuevo.
El pecho recién cortado de una niña, descubierto por una juez de Barcelona en su casa de la playa, un policía, Méndez, impotente, desengañado, pragmático, mordaz, caustico, fatalista, metomentodo y de vueltas de todo, una enrevesada herencia que no acaba de resolverse, un exboxeador metido a equivoco guardaespaldas, periodistas con menos escrúpulos de los que aparentan o fracasados detectives que sueñan con mujeres rollizas de una noche. Zonas del alma en las que se entremezclan la burguesía decadente y exquisita con el lumpemproletariado sacado de los agujeros más profundos de la sociedad y personajes que aparecen y desaparecen sin solución de continuidad, tragados por la noche de algodón y los cuerpos en los coches que buscan su lugar en el sol.
El mérito principal de esta novela negra, negrísima, reside en una sutil y deliciosa incorrección política, que dudo que hoy hubiera sido admitida, en esta sociedad tan pacata, correcta, aséptica, banal y carente de originalidad. Sarcástica y dura en las dosis justas para descubrir el autentico mosaico de una Barcelona todavía preolímpica, llena de tugurios infectos, bares con olor a grasa rancia, travelos que viven al borde del abismo huyendo con la todavía presente Ley de peligrosidad social, yonkis y camellos que circulan y danzan en el filo de la navaja, prostitutas que aun recuerdan a los compañeros de Durruti, nos sumerge en la “otra” Barcelona, la alejada del modernismo y el glamur, esa que de tantas veces que la has visitado consigue provocarte rechazo y atracción a partes iguales (lo cual viniendo de mí es todo un elogio; siento autentica repulsión por todos los núcleos urbanos de más de 300 almas). Una Barcelona posiblemente más real y vitalista, con ese atractivo que nos ofrece el lado oscuro de la vida, hundida en la verdadera realidad, donde Méndez, personaje que suele aparecer en casi toda la obra policiaca de Francisco González Ledesma, ilustre hijo del Poble Sec barcelonés, especie de Chester Himes a la catalana, tachado de rojo y pornográfico por la censura pre-democrática; purga sus desengaños y frustraciones, con dosis de humor y descreimiento.
Los defectos son claros, nos queda a desmano mucho de lo que cuenta, empezando por la estampa de El Molino de Barcelona que aparece en portada (hoy en día en vías de reconversión al burlesque más revival), inconexiones evidentes en la trama y perdidas del hilo conductor cuando intenta mostrarnos el pensamiento interior de los personajes. Aunque he de reconocer que no me pareció nada inferior a muchas obras de Léo Malet y aunque la sombra de Manuel Vázquez Montalbán es demasiado alargada y evidente, no me desmerece nada Méndez a Nestor Burma, Montalbano o Jaritos, tal vez porque nunca tuve especial predilección por el gastronómico Carvalho.
-¿En qué cree usted realmente Méndez? ¿En qué?
-No lo sé – dijo el viejo policía-, pero no es extraño que no lo sepa. Si usted pregunta hora a la gente de la calle en qué cree, la gente se quedará aterrada y luego le contestará cuatro vaguedades de las que a lo mejor se deduce que no cree en nada, excepto en la comida extra que se va a atizar el domingo. Yo creo en cuatro cosas malolientes y angélicas: una ciudad, unas calles, una cierta cultura urbana, una cierta lógica de la noche. Por supuesto, ya sé que usted no acaba de entenderme, Clos. Hay momentos en que yo mismo no me entiendo tampoco.
O la constatación de que no siempre cualquier tiempo pasado fue mejor, ni peor. Simplemente fue igual de malo que el actual.
Es curioso ver a lo que hemos tenido que llegar los abogados –dijo Sergi Llor sin contestar directamente-. A saber que la ley no existe, que es un lujo lejano situado en grandes libros que no se leen, grandes edificios que se derrumban y grandes tumbas donde ya no reza nadie. Que el ciudadano está desprotegido, que sólo tiene derechos humanos el verdugo, y quela vida es una inmensa situación de hecho para la que los abogados debemos prever otras situaciones de hecho. La gente que puede gata ya más en guardaespaldas que en consejeros legales, ésa es la realidad. Y la que no puede, gasta en navajas y a veces en clases de kung-fu, esa última delicadez de nuestra cultura. ¿Le estoy exponiendo un panorama negro? Me temo que no exagero, aunque reconozco que los abogados ya sólo servimos para la elegía.La Voz Crítica, 28 de noviembre de 2011
2 comentaris:
Qui ho ha escrit això? On?
En una biblioteca haurien de saber citar correctament.
Comentari sense signar, publicat a "La Voz Crítica" el 28 de novembre de 2011.
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