Carlos Pujol
El Planeta de 1984, Crónica sentimental en rojo, es un buen ejemplo de ese amargo costumbrismo que se reviste de las apariencias de la intriga para contar los misterios de una gran ciudad. Misterios, por así decirlo, engañosos: en toda novela negra que se precie --aquí con el fondo de Barcelona y sus contrastes-- ha de haber como en este caso crímenes sin explicar, intentos de asesinato, culpables que se desconocen hasta el final, una cuantiosa herencia en el aire, pendiente de un testamento, gente que no se sabe si existe, si ha existido o si nunca ha llegado a existir.
Pero los misterios de veras no son los argumentales, por muy bien trabados que estén, sino las vidas y los ambientes que constituyen el marco de la acción, la salsa de la historia. Lo miterioso no son los sucesos, sino la atmósfera que los envuelve. Casas irrespirables, la media luz de una esquina, la manera de hablar de unos y otros, la incertidumbre y el dolor de tales o cuales recuerdos, el absurdo y la tragedia de situaciones y gentes que transitan por la historia principal haciendo que llegue a tener cuerpo narrativo.
Todo eso, que da espesor a la realidad, y a veces, mejor aún, de sueños o de pesadilla, al lío de la herencia Bassegoda y a los cadáveres que van jalonando la peripecia, es el gran acierto de un libro que nos decribe con desgarrador humor patéticas estampas de la gran ciudad. Bajos fondos y barrios de lujo, la Barcelona de hoy y la de muchos años atrás, confundiéndose en una sola presencia vivida y soñada, monstruosa y fascinante, con una capacidad de ser cruel que la define. En el centro de la intriga hay un personaje excepcional que hubiera bastado para dar interés a cualquier pretexto anecdótico: un policía viejo y desengañado, oscuro y tenaz, que parece extraer de su falta de ilusiones, de su pesimismo y de la derrota de su vida gris una particular lucidez para ver claro en medio de las tinieblas. Méndez es la conciencia cansada y exigente que da sentido a todo ese embrollo, aunque al final la justicia tendrá que aceptar unas reglas de juego un tanto insólitas.
Ágil y muy amena en su presentación, sumamente brillante en los diálogos, con una pintura humana justa y atractiva, esta Crónica sentimental en rojo tiene un corrosivo fondo de amargura que da una sombría imagen de la ciudad en la línea de los grandes maestros de la novela negra. Pero más allá de las recetas del género, hay un talento de escritor dando matices humanos a los protagonistas de un drama que se alimenta de las frustraciones de todos.
Del resto de los concursantes al Premio ha llegado a la final El año del wolfram, un frondosísimo relato lleno de emociones y de violencia que se sitúa en las montañas del Bierzo durante la segunda gran guerra, cuando alemanes e ingleses andan tras un mineral muy codiciado para usos bélicos. En cierto modo, pues, novela de espías, pero también un crudo panorama de la posguerra española servido con un realismo sólido y eficaz.
La Vanguardia, 16 de octubre de 1984
El Planeta de 1984, Crónica sentimental en rojo, es un buen ejemplo de ese amargo costumbrismo que se reviste de las apariencias de la intriga para contar los misterios de una gran ciudad. Misterios, por así decirlo, engañosos: en toda novela negra que se precie --aquí con el fondo de Barcelona y sus contrastes-- ha de haber como en este caso crímenes sin explicar, intentos de asesinato, culpables que se desconocen hasta el final, una cuantiosa herencia en el aire, pendiente de un testamento, gente que no se sabe si existe, si ha existido o si nunca ha llegado a existir.
Pero los misterios de veras no son los argumentales, por muy bien trabados que estén, sino las vidas y los ambientes que constituyen el marco de la acción, la salsa de la historia. Lo miterioso no son los sucesos, sino la atmósfera que los envuelve. Casas irrespirables, la media luz de una esquina, la manera de hablar de unos y otros, la incertidumbre y el dolor de tales o cuales recuerdos, el absurdo y la tragedia de situaciones y gentes que transitan por la historia principal haciendo que llegue a tener cuerpo narrativo.
Todo eso, que da espesor a la realidad, y a veces, mejor aún, de sueños o de pesadilla, al lío de la herencia Bassegoda y a los cadáveres que van jalonando la peripecia, es el gran acierto de un libro que nos decribe con desgarrador humor patéticas estampas de la gran ciudad. Bajos fondos y barrios de lujo, la Barcelona de hoy y la de muchos años atrás, confundiéndose en una sola presencia vivida y soñada, monstruosa y fascinante, con una capacidad de ser cruel que la define. En el centro de la intriga hay un personaje excepcional que hubiera bastado para dar interés a cualquier pretexto anecdótico: un policía viejo y desengañado, oscuro y tenaz, que parece extraer de su falta de ilusiones, de su pesimismo y de la derrota de su vida gris una particular lucidez para ver claro en medio de las tinieblas. Méndez es la conciencia cansada y exigente que da sentido a todo ese embrollo, aunque al final la justicia tendrá que aceptar unas reglas de juego un tanto insólitas.
Ágil y muy amena en su presentación, sumamente brillante en los diálogos, con una pintura humana justa y atractiva, esta Crónica sentimental en rojo tiene un corrosivo fondo de amargura que da una sombría imagen de la ciudad en la línea de los grandes maestros de la novela negra. Pero más allá de las recetas del género, hay un talento de escritor dando matices humanos a los protagonistas de un drama que se alimenta de las frustraciones de todos.
Del resto de los concursantes al Premio ha llegado a la final El año del wolfram, un frondosísimo relato lleno de emociones y de violencia que se sitúa en las montañas del Bierzo durante la segunda gran guerra, cuando alemanes e ingleses andan tras un mineral muy codiciado para usos bélicos. En cierto modo, pues, novela de espías, pero también un crudo panorama de la posguerra española servido con un realismo sólido y eficaz.
La Vanguardia, 16 de octubre de 1984
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