Blanca Vázquez
Helo aquí, caminado por las soledades y miserias de su ciudad, cazador de sueños perdidos y de heridas ocultas, al acecho de la tragicomedia escondida en las esquinas, con su mirada de vieja serpiente capaz de sondear las tardes muertas de una vida, los resortes íntimos de los delitos, la cara oculta de los poderosos (que siempre la hay) y la historia enterrada en la casa de una madame.
Me cae simpático este Méndez del escritor Francisco González Ledesma (Barcelona,1927), porque es uno de nuestros policías, un perdedor de esos que amamos, querido por el lector que huye de esos héroes mascachicles, musculitos, esqueletos cuadriculados, Ken de plástico, como de la peste. Méndez es ambiguo ante la ley, es todo lo opuesto al mundo maniqueo de la justicia, es, presupongo yo, un pequeño alger ego de González Ledesma, y huele a historia, a palos de censura franquista, a lucha infinita por sobrevivir, a aroma de las paradojas de la vida.
Ricardo Méndez es un viejo inspector, casi una pieza de museo, carrocho de los barrios bajos de Barcelona , hazmerreír de la comisaría, dedicado a la persecución de chorizos primerizos y a la búsqueda de bolsos de la compra desaparecidos, que cree en la verdad de las calles más que en la de los jueces cómodamente sentados en sus butacas mullidas. Perdedor nato, auténtico fracasado, policía de esquina, de esos que tantas horas de gloria han dado a la investigación española, ante esta avalancha de inodoros CSI´s y que cree que no hay método científico que supere la indagación ante la barra de un bar, hecha de cigarrillos, cafés, coñacs baratos y paciencia.
González Ledesma nos da buena cuenta de este, también devorador de libros, peculiar policía al que nunca le encargan delitos grandes, en un recorrido con 22 paradas, cada una de las cuales representa una jugosa aportación como relato corto, donde todos los olores son muy suigéneris: las tabernas huelen a fritanga de tiburón jubilado, las peluquerías a colonia de garrafa y las cloacas a un aroma fino: a pedo de alcalde. Pero también posa una mirada en los barrios altos, donde el aire huele a moqueta recién puesta y a software, a spray de piel de nena y a cafetería de lujo donde te sirven a la plancha un muslo de secretaria, y solo si la Bolsa sube, a ellos se les pone tiesa.
Todos los relatos son destacables, aunque merecedores de mención especial son La casa, de un sustancioso barroquismo; La rutina de la historia, donde el autor repasa la memoria histórica, tema recurrente en varios de los relatos, con trazos más gruesos o más finos en La estatua, y Los gemelos; sorprende con La voz de nuestros amos, alegato muy sensato sobre ese ménage à trois que forman hoy día las parejas con la televisión; destornillante resulta Las medallas, relato en forma epistolar, sarcasmo en estado puro contra los mandamás, o puro cine negro es El arte de mentir, un homenaje a esas mujeres fatales, y seductoras, mujeres que Méndez ya no puede amar, aunque se ilusione con ellas, porque sabe y admite que no tiene ninguna fuerza vertical en la cama. Impotencia, confiesa este viejo lobo, de la que se han hecho tesis doctorales.
Pero sobre todo de lo que este escritor, que una vez usó el seudónimo de Silver Kane, habla en todos estos jugosos cuentos, es de la soledad, la triste y gris soledad de todos sus personajes, (incluido Méndez), la soledad de los ricos, incluso de los animales, y sobremanera la de los pobres, los que inventaron los rincones y calles de las ciudades con su hambre de jornaleros, con su coño las putas, con sus trampas los dueños de las timbas, y con su esperanza los poetas y las niñas de las academias de baile.
Ficción que no es menos mentira que la que todos vivimos en esto que llamamos realidad, eso sí con arte, como pone en boca de Méndez el autor. La política, la religión, el amor, la fidelidad, el mismo concepto de nuestra vida se basan en una mentira inicial de la que hemos hecho una mentira persistente. Virtuosismo, melancolía y verdades como puños, de parte del un gran maestro del género negro. Y apunto algo importante, estas historias las custodia un volumen práctico de la editorial Almuzara tapa negra, para el manoseo de los que no solo leemos, también subrayamos, doblamos, viajamos, retorcemos y casi casi nos comemos los libros.
El Gusanillo de los Libros, 16 de enero de 2007
Helo aquí, caminado por las soledades y miserias de su ciudad, cazador de sueños perdidos y de heridas ocultas, al acecho de la tragicomedia escondida en las esquinas, con su mirada de vieja serpiente capaz de sondear las tardes muertas de una vida, los resortes íntimos de los delitos, la cara oculta de los poderosos (que siempre la hay) y la historia enterrada en la casa de una madame.
Me cae simpático este Méndez del escritor Francisco González Ledesma (Barcelona,1927), porque es uno de nuestros policías, un perdedor de esos que amamos, querido por el lector que huye de esos héroes mascachicles, musculitos, esqueletos cuadriculados, Ken de plástico, como de la peste. Méndez es ambiguo ante la ley, es todo lo opuesto al mundo maniqueo de la justicia, es, presupongo yo, un pequeño alger ego de González Ledesma, y huele a historia, a palos de censura franquista, a lucha infinita por sobrevivir, a aroma de las paradojas de la vida.
Ricardo Méndez es un viejo inspector, casi una pieza de museo, carrocho de los barrios bajos de Barcelona , hazmerreír de la comisaría, dedicado a la persecución de chorizos primerizos y a la búsqueda de bolsos de la compra desaparecidos, que cree en la verdad de las calles más que en la de los jueces cómodamente sentados en sus butacas mullidas. Perdedor nato, auténtico fracasado, policía de esquina, de esos que tantas horas de gloria han dado a la investigación española, ante esta avalancha de inodoros CSI´s y que cree que no hay método científico que supere la indagación ante la barra de un bar, hecha de cigarrillos, cafés, coñacs baratos y paciencia.
González Ledesma nos da buena cuenta de este, también devorador de libros, peculiar policía al que nunca le encargan delitos grandes, en un recorrido con 22 paradas, cada una de las cuales representa una jugosa aportación como relato corto, donde todos los olores son muy suigéneris: las tabernas huelen a fritanga de tiburón jubilado, las peluquerías a colonia de garrafa y las cloacas a un aroma fino: a pedo de alcalde. Pero también posa una mirada en los barrios altos, donde el aire huele a moqueta recién puesta y a software, a spray de piel de nena y a cafetería de lujo donde te sirven a la plancha un muslo de secretaria, y solo si la Bolsa sube, a ellos se les pone tiesa.
Todos los relatos son destacables, aunque merecedores de mención especial son La casa, de un sustancioso barroquismo; La rutina de la historia, donde el autor repasa la memoria histórica, tema recurrente en varios de los relatos, con trazos más gruesos o más finos en La estatua, y Los gemelos; sorprende con La voz de nuestros amos, alegato muy sensato sobre ese ménage à trois que forman hoy día las parejas con la televisión; destornillante resulta Las medallas, relato en forma epistolar, sarcasmo en estado puro contra los mandamás, o puro cine negro es El arte de mentir, un homenaje a esas mujeres fatales, y seductoras, mujeres que Méndez ya no puede amar, aunque se ilusione con ellas, porque sabe y admite que no tiene ninguna fuerza vertical en la cama. Impotencia, confiesa este viejo lobo, de la que se han hecho tesis doctorales.
Pero sobre todo de lo que este escritor, que una vez usó el seudónimo de Silver Kane, habla en todos estos jugosos cuentos, es de la soledad, la triste y gris soledad de todos sus personajes, (incluido Méndez), la soledad de los ricos, incluso de los animales, y sobremanera la de los pobres, los que inventaron los rincones y calles de las ciudades con su hambre de jornaleros, con su coño las putas, con sus trampas los dueños de las timbas, y con su esperanza los poetas y las niñas de las academias de baile.
Ficción que no es menos mentira que la que todos vivimos en esto que llamamos realidad, eso sí con arte, como pone en boca de Méndez el autor. La política, la religión, el amor, la fidelidad, el mismo concepto de nuestra vida se basan en una mentira inicial de la que hemos hecho una mentira persistente. Virtuosismo, melancolía y verdades como puños, de parte del un gran maestro del género negro. Y apunto algo importante, estas historias las custodia un volumen práctico de la editorial Almuzara tapa negra, para el manoseo de los que no solo leemos, también subrayamos, doblamos, viajamos, retorcemos y casi casi nos comemos los libros.
El Gusanillo de los Libros, 16 de enero de 2007
Cap comentari:
Publica un comentari a l'entrada