Enrique Moriel
Destino, 2008.
400 páginas. 20 euros.
Como ya se advierte en la solapa de este volumen, “Enrique Moriel” es uno de los seudónimos del escritor Francisco González Ledesma –como lo fue “Silver Kane” en su lejana época de autor de novelas de quiosco– y, además, el nombre que tenía el protagonista de la primera narración del autor, titulada Sombras viejas (1948). La alternancia de seudónimos distintos es frecuente en escritores de novela de misterio y novela negra, desde Agatha Christie hasta Stephen King, y en ocasiones cada seudónimo se utiliza para desarrollar historias con un personaje central –el investigador o detective– diferente. Así, Margaret Millar ha firmado novelas con su nombre y con otros dos seudónimos; de John Creasy se conocen al menos seis seudónimos distintos. La pareja de escritores formada por Richard W. Webb y Hugo C. Wheeler ha sido sucesivamente “Patrick Quentin”, “Q. Partrick” y “Jonathan Stagge”. En la misma línea se encuentran autores como Erle Stanley Gardner o el inglés René Raymond, entre otros muchos. González Ledesma se incorpora, pues, a una tradición bien conocida. Pero, transmutado en “Enrique Moriel”, su novela no se ambienta ya en la Barcelona tan familiar al autor, ni gira en torno al personaje del policía Méndez, sino que nos lleva a la ciudad de Nueva York en los comienzos de la campaña electoral para la presidencia del país que en estos momentos aún no ha concluido. Los antiguos gacetilleros hubieran dicho, con un tópico frecuente, que el tiempo de la historia aquí narrada es de la más “rabiosa actualidad”.
Como ya se advierte en la solapa de este volumen, “Enrique Moriel” es uno de los seudónimos del escritor Francisco González Ledesma –como lo fue “Silver Kane” en su lejana época de autor de novelas de quiosco– y, además, el nombre que tenía el protagonista de la primera narración del autor, titulada Sombras viejas (1948). La alternancia de seudónimos distintos es frecuente en escritores de novela de misterio y novela negra, desde Agatha Christie hasta Stephen King, y en ocasiones cada seudónimo se utiliza para desarrollar historias con un personaje central –el investigador o detective– diferente. Así, Margaret Millar ha firmado novelas con su nombre y con otros dos seudónimos; de John Creasy se conocen al menos seis seudónimos distintos. La pareja de escritores formada por Richard W. Webb y Hugo C. Wheeler ha sido sucesivamente “Patrick Quentin”, “Q. Partrick” y “Jonathan Stagge”. En la misma línea se encuentran autores como Erle Stanley Gardner o el inglés René Raymond, entre otros muchos. González Ledesma se incorpora, pues, a una tradición bien conocida. Pero, transmutado en “Enrique Moriel”, su novela no se ambienta ya en la Barcelona tan familiar al autor, ni gira en torno al personaje del policía Méndez, sino que nos lleva a la ciudad de Nueva York en los comienzos de la campaña electoral para la presidencia del país que en estos momentos aún no ha concluido. Los antiguos gacetilleros hubieran dicho, con un tópico frecuente, que el tiempo de la historia aquí narrada es de la más “rabiosa actualidad”.
Un conjunto de turbios personajes –mafiosos, banqueros y magistrados corruptos, matones a sueldo y hasta alguna encarnación de la típica femme fatale– se mueve alrededor de un candidato llamado Christian Earth, que parte en la carrera electoral sin ninguna posibilidad de éxito. Hay intereses oscuros, algún asesinato e intervenciones policiales, todo ello en un marco neoyorkino convincentemente esbozado. González Ledesma se mueve con soltura en estas sinuosas tramas que está acostumbrado a urdir, y no será necesario decir una vez más que es un narrador ágil, forjado durante años en el cultivo de la literatura popular y de acción, que narra con buen ritmo y al que, en este sentido, pocas objeciones cabe oponer. Pero en sus novelas barcelonesas había algo más que la simple intriga: la nostalgia de un mundo en transformación, la mirada de quien ve en los cambios de la ciudad, en la desaparición de viejos rincones urbanos, un espejo de su propio envejecimiento personal. Aquí, aunque resuelto con habilidad, el diseño del marco ambiental tiene más oficio que sentimiento, y Nueva York no alcanza la profundidad de perspectiva que posee la Barcelona por la que deambula Méndez. A cambio de ello, el autor ha hecho un esfuerzo gigantesco por construir una parábola que recuerda la propuesta de fondo que esbozaba Kazantzakis en Cristo de nuevo crucificado y que ofrece innumerables pistas en el texto: el candidato, más interesado en sus discursos por los problemas humanos que por los planteamientos políticos, se llama Christian; su padre auténtico es un financiero de origen incierto, Timothy Gaylor, que parece conocerlo todo y albergar una sabiduría de siglos. El padre putativo es un humilde carpintero llamado Joseph, y la madre una trabajadora modesta que responde al nombre de Mary. Con estos planteamientos no es difícil prever el trágico final de Christian, ni siquiera que se produzca gracias a la traición de un Judas moderno sin más horizonte que los beneficios económicos. Las ideas del padre “real” –el poderoso financiero que inicialmente trata de ayudar al candidato– y Cristian enfrentan dos maneras de contemplar el mundo y dos modelos morales: el padre cree “en el poder material de la Iglesia, que está en las riquezas y los templos”, como resume el fiscal, mientras que el hijo “cree en el poder moral de una Iglesia que está en las calles” (p. 383). Estos y otros muchos pasajes igualmente reveladores sostienen una novela de extraordinaria ambición temática sobre la imposible realización en nuestro mundo de los ideales evangélicos, porque trasladar a las elecciones presidenciales norteamericanas una especie de remake actualizado de la historia de Cristo no es empeño baladí. No puede afirmarse que el autor haya salido airoso de la empresa; hay personajes desdibujados y trayectorias inconsistentes, como la de Goren, que parece llevar la iniciativa al comienzo para luego desdibujarse y reaparecer en el quiebro narrativo final; Gaylor es, en el proyecto novelesco, un personaje de tal magnitud que requería un tratamiento más a fondo. Pero esto no empaña otros méritos de la novela, que trata de no quedarse en el terreno de la ficción política como un producto de consumo más, y lo hace con dignidad.
El Cultural, 2 de octubre de 2008
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