Perdonen, pero voy a presumir: mis primeros contactos con la novela negra fueron de categoría. Poco después de la guerra civil, cuando yo tenía once años, se seguía publicando una prestigiosa colección con las mejores novelas del mundo del enigma: era la Biblioteca Oro, de Editorial Molino. Sus portadas a colores con fondo amarillo me hacían guiños desde los quioscos. Como no tenía dinero para comprarlas, me dediqué al hampa de bajos vuelos: instalé una parada ilegal de venta de revistas en el suelo del mercado de libros viejos de San Antonio, y con los importantes beneficios compraba las ansiadas novelas. Así pude leer, a una edad que no me correspondía, todos los clásicos, de Edgar Wallace a Agatha Christie, de Dashiell Hammett a H.C. Granch, creador de La Sombra. Eran pequeñas obras maestras que me mostraban la realidad del mundo, excluido mi país, porque como todo el mundo sabe en la España de entonces no se cometía un crimen, no había un suicidio, todos los policías eran nobles y nadie, que se supiera, había oído jamás hablar de los cuernos. Llegué a tener mi pequeño diccionario del cinismo, como la frase, leía una vez, de la dama que le dice al detective “Bah, todos los hombres sois iguales”… Y el malvado detective contesta: “Y todas las mujeres también… excepto las diez primeras”. También me identifiqué con los que pedían que el estilo de las novelas fuese ágil y ligero. Un autor policiaco le decía a otro autor convencional: “Usted es tan aburrido que puede convertir la descripción de un polvo en la lectura de un horario de ferrocarriles”. Hay que decir que yo entonces no sabía muy bien lo que era un polvo, aunque deduje que podía dar mucho juego.
Cuando en aquella España feliz, llena de horarios de ferrocarriles, hubo un poco más de libertad (¿) leí a Mario Lacruz, que es considerado como el recreador de la novela de enigma en España, tras nuestro prolongado silencio intelectual. Recuerdo con especial emoción El ayudante del verdugo, que me hizo darme cuenta de una cosa: en la que más tarde sería llamada “Novela Negra”, la crítica social era más importante que el misterio, y creo que eso marcó mi ideario.
(No me maldigan de momento y permítanme una digresión: yo creo que la denominación “novela negra” la hemos creado un poco los periodistas, porque es una expresión sonora y fácil de retener, pero el concepto en sí me parece mucho más amplio. También fueron definitivos dos hechos, o dos colecciones: la Black Mask norteamericana y La Noire, creada por Duhamel para Gallimard. Yo definiría la novela negra como una narrativa generalmente urbana, con cualquier tema pero con un enigma, y que generalmente es crítica con el poder establecido. En fin, que siempre molesta al régimen).
La enorme amplitud, y generosidad, de ese tipo de literatura me la mostraron otros autores: entre los extranjeros, Mark Behm y Frederic Dard (que cuando quería ganar dinero firmaba como San Antonio) y entre los españoles Juan Pedrolo, Manolo Vázquez Montalbán y Andreu Martín, que me descubrieron nuevos mundos. Mencionaré con especial interés a Manolo por varias razones: los dos éramos amigos, nacidos en barrio pobre, rojo-separatistas y judaico-masónicos, periodistas y amigos de hablar de Barcelona, aunque fuera desde prismas bien distintos. Por ejemplo, Carvalho sabe comer y beber, mientras que Méndez frecuenta bares vigilados por la Sanidad Pública; Carvalho sabe instalar mujeres en su cama, mientras que a Méndez las mujeres le cuentan su vida. Pero para ambos Barcelona es personaje central, porque vive y habla, es nuestra madre y a veces se convierte en madrastra. Por eso digo que la novela negra es generosa y amplia: como un perro fiel, la verdad te espera en cada esquina.
Mercurio, 99, marzo de 2008
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