Francesc González Ledesma
Perdonen, pero no estoy de acuerdo con lo de "novela negra". Claro que, como periodista, no debería estar en contra de las etiquetas, pues las etiquetas nos facilitan la tarea y nos permiten definir la noticia y dársela al lector. Escribimos, por ejemplo, "el mundo libre" cuando no está nada claro a qué naciones libres, o tal vez esclavas, nos estamos refiriendo; "el mundo socialista" para señalar a los países comunistas; y "Hollywood" para tratar del cine americano, cuando en el cine americano existen otras escuelas importantes, como por ejemplo la de Nueva York. Pero la gente nos entiende, y eso es fundamental en un periódico. De modo que vamos tirando.
Y sin embargo sigo estando en contra de que se etiquete una parte de la literatura y sin más se la llame "novela negra".
Me parece una fórmula demasiado fácil --es decir periodística-- para definir un cierto tipo de novela actual, urbana, crítica con el poder o en su entorno y que tenga una intriga policiaca y un contenido político o social. Realmente demasiadas cosas para definirlas con sólo dos palabras. Pero ya que lo que queremos es entendernos, aceptaré este camino de la etiqueta periodística y seguiré por él no sin antes levantar ante ustedes mi balbuciente, tímida y desde luego inútil protesta.
Dicho esto, y habiendo esbozado una posible definición de la novela negra (que, como se ve, podría abarcar casi el cincuenta por ciento de la literatura actual) voy a hablarles de una parte de sus orígenes, la que yo conocí "en vivo". En este mismo número tratan del tema especialistas mucho más profundos que yo, pero quizá ninguno de ellos conoció personalmente a tantos autores de los que plantaron los cimientos de la "novela negra". Este es mi privilegio y mi única justificación para atreverme a escribir este trabajo. En secreto les diré que durante muchos años fue también mi pesadilla, pues tales escritores me persiguieron sañudamente y sin piedad. Lógico, por que yo era el encargado de pagarles los anticipos.
Pero empecemos.
La resaca de la guerra
Ante todo situémonos en los años 40 y procedamos a recoger los restos del naufragio. Después de la guerra civil, una parte de la intelectualidad española estaba en el exilio, pero otra parte no menos importante había sufrido en el interior la "depuración" y la cárcel, lo que significaba, en el mejor de los casos, falta de oportunidades para ganarse el pan de cada día. Eso hizo que personas que a veces habían desempeñado importantes cargos durante la República pasaran a desempeñar pequeños cargos en editoriales que luchaban por la supervivencia. Correctores de estilo, asesores literarios, guionistas y, por supuesto, escritores de novelas por pasillos estrechos a cuyo fondo había un editor y --lo más importante-- una oficina de Caja. Sin ellos no hubiera podido darse la moderna novela popular, que creó unos profesionales y unas bases para lo que hoy llamamos "novela negra".
Las personas dedicadas a este menester, que entonces consideraban transitorio, pero que en muchos casos duró todo el resto de sus vidas, se dividían en tres grandes apartados: a) los que escribían novelas rosas, cuyo arquetipo podría ser Corín Tellado, que Corín Tellado no era entonces una represaliada, sino una chica jovencísima que luchaba para que la tomasen en serio; b) los que escribían novelas del Oeste, cuyo arquetipo podría ser Marcial Lafuente Estefanía, quien sí que era un represaliado e incluso había estado a punto de ser convenientemente pasado por las armas; c) los que escribían novelas policíacas, y que crearon una base profesional sin la que en España no hubiera llegado a desarrollarse la literatura de que estamos tratando.
Naturalmente voy a referirme a estos últimos, pero antes permítanme ustedes que destine unas líneas, aunque sean puramente sentimentales, a los escritores de los otros géneros, para que quede constancia histórica de su trabajo. Cuando mi memoria se pierda, es posible que se pierda también la memoria de personas que, pese a todo, fueron grandes escritores. En el grupo de la novela rosa me parece indispensable citar, al margen de Corín Tellado, a Juan Lozano Rico, que firmaba con el seudónimo de "Carlos de Santander", y a Miquel Cussó Giralt, que firmaba con el seudónimo de "Sergio Duval". El primero era marino mercante y el segundo era relojero. No tenían una preparación especial para la literatura, pero ambos eran escritores de raza. Algunas de las novelas que se vendían entonces a precio ínfimo eran trabajos mejor construidos que muchas de las obras de relumbrón que hoy se publican y se traducen, y lo digo cuando han pasado muchos años y por tanto estoy libre de toda pasión. Lo que ocurría era que el tema mandaba y la Censura también. Todo tenía que ser un "chico busca chica" que se encuentran y se pelean de mil modos distintos hasta que coincidan en la iglesia, donde seran santificados con toda diligencia. De Juan Lozano hicieron furor en aquella época las novelas Te mirarán mis ojos y Vivir cuesta dinero, y de Miquel Cussó la que le consagró ante el público femenino: Por unos ojos negros. Eran títulos, por supuesto, en los que el editor exigía que privase la comercialidad.
Corín Tellado fue un caso aparte, porque consiguió el éxito casi en seguida con unas novelas tan directas y decididas como ingenuas. Cuando se le extendieron los primeros contratos de la época --mil quinientas o dos mil por original en los años cuarenta, pagaderas en dos plazos-- era a mi entender una escritora mediocre, que ni siquiera hacía concordar los verbos bien, pero luego aprendió y se convirtió en una escritora realmente muy buena, como es hoy. Curiosamente fue al escribir mucho mejor cuando empezó a perder en parte el favor del público, demostrando eso tan viejo de que el novelista nunca sabe cuándo acierta. Tampoco lo sabe el editor, que fuera de algunos autores que ofrecen unas ciertas garantías, corre más aventuras de lo que la gente cree; lo que el editor espera es que los éxitos inesperados compensen los fracasos no menos inesperados. Conocí uno que apostaba siempre por la estupidez del público, y para desesperación de su asesor literario, cuando éste le presentaba una lista de diez obras para posible traducción, compraba siempre, de las diez, la peor informada. El pobre asesor literario aún vive, pero le ha quedado para siempre una especie de mancha triste en la cara. Desde luego, también tuvieron que operarle de úlcera de estómago.
La fauna de los que escribían novelas del Oeste era más variada. Estefanía era un hombre culto (abogado, ingeniero e hijo de un magistrado del Supremo) y gracias a sus conocimientos matemáticos ocupó altos puestos en la Artillería roja. Estuvieron a punto de fusilarle, y él mismo me explicó una vez que le salvó una señora de la vida, es decir, y para que nos entendamos, una señora puta. Estaba esperando turno para el piquete, en una de las ejecuciones masivas de la época, cuando la señora en cuestión le dijo al oficial que dirigía la matanza: "Venga, hombre, a esos los dejas para mañana y mientras tanto nos pasamos una noche estupenda". Por fortuna, "mañana" llegó un oficial con más grado y más sentido común, que prohibió la continuación de las ejecuciones. Estefanía me explicó también que años más tarde había encontrado a la importantísima señora en Madrid. No sé más.
Todo eso le dio, supongo, un cierto escepticismo ante la vida y una confianza en el estilo brusco y directo. Sus novelas son famosas por dos razones fundamentales: porque pasan en ellas muchas cosas, sin ninguna galanura literaria, y porque en ellas muere más gente que en la II Guerra Mundial. Incluso a veces el autor se ahorraba el trámite de describir los tiroteos. Podría citar muchos ejemplos, pero me acuerdo de una obra que en este sentido es definitoria. Narraba Estefanía que dos audaces exploradores iban por el Oeste cuando distinguieron en una colina a tres indios. Punto y aparte.
Y el párrafo siguiente empezaba: "Una vez muertos los tres indios, los exploradores siguieron... etc... etc." Estefanía te podía liquidar en ochenta páginas a todos los participantes en la batalla de Normandía. Y sin embargo era un hombre dulce, cariñoso, buenazo, del que incluso llegaron a abusar. Por razones puramente profesionales tuve algunas broncas con él, y después de la discusión lo único que preguntaba era cuándo podíamos tomarnos una copa.
Pero todos estos son, por decirlo así, personajes marginales en la historia de la que estamos tratando. Permítanme que ahora les hable de las novelas puramente policíacas, garantizándoles que componen una fauna no menos llena de humanidad y por lo tanto no menos preocupante.
La España prohibida
Entre las muchas características más o menos discutibles de la "novela negra" hay una que es indiscutible: describe una sociedad urbana concreta en un momento concreto, generalmente a través de ambientes que son muy conocidos por el autor. En la época a que me estoy refiriendo (época que se extiende de hecho entre 1940 y 1975) eso era imposible, porque la Censura no permitía tratar con sentido crítico ambientes españoles en los que actuaban policías españoles. El público, por descontado, tampoco lo hubiera aceptado bien. Para el público, la policía de entonces era la Brigada Social, la que encarcelaba a obreros y a estudiantes y aplicaba "in situ", sobre las costillas del interesado, una buena ración de la paz de España. Ya lo había dicho Unamuno bastantes años antes: "tranquilidad viene de tranca".
Era inútil que algún comisario, como Gil Llamas, publicase un libro de experiencias titulado Brigada Criminal, donde quedaba claro que también existía el pobre policía de servicio de esquina y macuto a la espalda. Fueron inútiles unas cuantas películas acogidas al crédito oficial en las que aparecían policías dedicados al bien público y con problemas para llegar al fin de mes. La gente de la calle no hubiera admitido inspectores Gómez ni criminales Rodríguez, ni calles conocidas que no excitaran sus sueños y sus ansias de viajar. Todo lo bueno sucedía entonces fuera de España, y las únicas policías con garantía de origen eran Scotland Yard y el FBI, sobre todo este último. Muchos de ustedes recordarán el éxito clamoroso de una película dedicada a explicar el FBI por dentro, y que se titulaba La calle sin nombre.
De modo que por razones tan importantes nadie escribía novelas policiacas ambientadas en las ciudades españolas y encima con sentido crítico, es decir lo que hoy llamaríamos ya "novela negra". Los argumentos se desarrollaban en Inglaterra, Estados Unidos y excepcionalmente Francia. En lugares oficialmente tan corruptos era posible situar grandes "gangs", policías que cobraban bajo mano, gobernantes venales y hasta alguna señorita que enseñaba el portaligas, si bien esa prenda íntima nunca pudo mencionarse de una forma expresa. El intrépido autor llegaba al límite cuando escribía: "Ella le insinuó sus encantos". Punto.
¿Qué escritores llegaron a dar algún paso en esta especie de selva sin caminos? Citaré los más importantes, los que sin duda han leído todos los españoles que hoy escriben "novela negra".
Uno de ellos, el más veterano, fue Pedro Víctor Debrigode Duggi, cuyo nombre ya empezaba por parecer un seudónimo. Escribió de todo y con seudónimos diversos, pero en las colecciones policiales solía utilizar el de "Peter Debry". (Dicho sea de paso, los autores parecían tener una verdadera obsesión para que la gente los identificara a pesar del obligado seudónimo, ya que la gente no se hubiera tomado en serio entonces unas aventuras neoyorquinas escritas por un español. Así al margen de Peter Debry, Orlando García firmaba "Orland Garr", Rafael Segovia Ramos "Raf Segram" o sea simples contracciones de sus nombres. Luis García Lecha, queriendo hacer las cosas más a la manera anglosajona, utilizó el seudónimo de "Louis G. Milk".
Peter Debry había vivido intensamente, tanto que nunca se pudo saber con certeza lo que era historia y lo que era leyenda en su vida. Al parecer, había sido oficial franquista en la guerra civil, pero algún problema muy grave lo llevó a la prisión de San Marcos de Pamplona, de la que pudo huir. Hombre muy culto, pues hablaba varios idiomas incluso en las variedades dialectales del hampa, fue precursor de los escritores de hoy en muchas cosas. La más importante consiste en que siempre estuvo cargado de deudas. Fue el clásico hombre de anticipos y problemas, y llegó a retrasarse tanto en la entrega de los originales que a veces tenía que dictarlos al linotipista, para que la obra saliera en la fecha prevista. Eso demostraba, por otra parte, su asombrosa capacidad para fabular y sus dotes narrativas. Los correctores apreciaban mucho sus obras porque en ellas no había ninguna falta, ninguna inexactitud, ningún fallo. De hecho, Debrigode les regalaba el dinero que él tanto necesitaba.
Hoy las novelas de Pedro Víctor Debrigode, como casi todas las que Bruguera publicó en sus famosas colecciones "Servicio Secreto" y "Punto rojo", no se reeditan, pero les aseguro que hay textos dignos de ser leídos. Debrigode pasó por infinitos apuros, pero al final, después de enviudar, parece que se casó con una joven preciosa que además era millonaria. En su vida todo tenía que ser increíble. En cuanto a su muerte, que se produjo algo después, me da por imaginar que tuvo lugar mientras removía un "gin-fizz" con el cañón de una pistola al borde de una piscina privada.
Otro escritor que consiguió interesar en la novela policiaca a miles y miles de lectores españoles fue "Keith Luger". Se llamaba en realidad Miquel Oliveros Tovar, y era abogado y un respetado funcionario del Ayuntamiento de Valencia. Pudo haber vivido de su cargo, pero no era hombre que se habituara a un sueldo fijo, de modo que abandonó la seguridad del funcionariado y se hundió de pies y manos en el mar proceloso de la novela.
De todos los autores que se mencionan aquí, era el que tenía más ingenio y más habilidad narrativa. En todas sus obras había pinceladas de humor dignas de la mejor comedia británica. Resulta difícil, entre tanta producción, elegir un ejemplo, pero me inclino por el de una protagonista que aparecía en el escenario de un teatro precipitadamente, tanto que había olvidado ponerse la falda y las bragas. En esta situación le decía al galán, que la estaba esperando en el centro del tablado, la primera frase del diálogo: "Señor mío, hay muchas cosas que le he estado ocultando hasta este momento..."
Oliveros también pasaba por tantos apuros como Peter Debry porque era un hombre honrado, pero desordenado en sus gastos. Pese a que se le pagaba mejor que a nadie, siempre andaba en apuros como en aquella época se suponía le debía ocurrir a todo buen escritor yanqui. Murió joven, de un derrame cerebral cuando iba a comprar el periódico. No me extraña que su cerebro estallase un día, porque fue uno de los hombres que más lo hicieron trabajar en España, y proporcionó al país, como todos los autores de su clase, millones de dólares por las exportaciones de libros a América. Me parecía totalmente injusto que un día se le olvidase, aunque fuera piadosamente.
Otras firmas importantes
A mí entender, estos fueron los dos autores fundamentales del género, por la amplitud de su producción y la calidad media de la misma. Pero hubo otros que no desmerecen en absoluto a su lado, aunque la producción sea menor. Recuerdo a Antonio Martínez Torre, que escribió durante poco tiempo, y que creó, me parece que con su mujer, una pareja de investigadores también casados entre sí, que tenía mucha más humanidad e intriga que las actuales series americanas de televisión. Si no recuerdo mal, firmaba como "Tony M. Tower", por lo que resultaba más que identificable. Debo cita también a Antonio Vera Ramírez, que solía firmar como "Lou Carrigan", Rafael Barberán (Ralph Barby), Francisco Caudett (Frank Caudett) y Juan Gallardo Muñoz (Donald Curtis), todos ellos veteranos profesionales del género y que en mayor o menor proporción siguen escribiendo. Algún autor hoy muy prestigioso y conocido hizo sus primeras armas en la novela popular, como Cristóbal Zaragoza, que escribió varios originales sin demasiada fortuna con los asesores literarios. Cristóbal Zaragoza estaba llamado a más altos menesteres, pero entonces debía necesitar dinero con urgencia porque había abandonado, llevado por su vocación, la seguridad del profesorado para emprender la aventura literaria.
Sin todos los mencionados no se hubiera llegado a crear, en años particularmente difíciles, un clima, una profesionalidad y una cierta escuela no sólo de escritores, sino también de lectores. Cuando Espala se asimiló al modo de vida y a las formas culturales de Occidente, existía ya una demanda latente para la novela negra. Claro que en cuanto a la situación económica y las costumbres de los autores no habían cambiado demasiado las cosas desde los tiempos de Emili Vilanova, el autor de Los misterios de Barcelona, y uno de los más antiguos precursores de la novela negra.
Emili Vilanova, que siempre andaba a las últimas, le pidió a su editor un anticipo de mil quinientas pesetas, que entonces era una gran suma. El editor se las negó diciéndole: "Bah... si se las diera, le durarían quince días". Y Vilanova le contestó con los ojos iluminados:
--Sí... ¿Pero qué quince días!
Los Cuadernos del Norte, 41, marzo-abril 1987
Perdonen, pero no estoy de acuerdo con lo de "novela negra". Claro que, como periodista, no debería estar en contra de las etiquetas, pues las etiquetas nos facilitan la tarea y nos permiten definir la noticia y dársela al lector. Escribimos, por ejemplo, "el mundo libre" cuando no está nada claro a qué naciones libres, o tal vez esclavas, nos estamos refiriendo; "el mundo socialista" para señalar a los países comunistas; y "Hollywood" para tratar del cine americano, cuando en el cine americano existen otras escuelas importantes, como por ejemplo la de Nueva York. Pero la gente nos entiende, y eso es fundamental en un periódico. De modo que vamos tirando.
Y sin embargo sigo estando en contra de que se etiquete una parte de la literatura y sin más se la llame "novela negra".
Me parece una fórmula demasiado fácil --es decir periodística-- para definir un cierto tipo de novela actual, urbana, crítica con el poder o en su entorno y que tenga una intriga policiaca y un contenido político o social. Realmente demasiadas cosas para definirlas con sólo dos palabras. Pero ya que lo que queremos es entendernos, aceptaré este camino de la etiqueta periodística y seguiré por él no sin antes levantar ante ustedes mi balbuciente, tímida y desde luego inútil protesta.
Dicho esto, y habiendo esbozado una posible definición de la novela negra (que, como se ve, podría abarcar casi el cincuenta por ciento de la literatura actual) voy a hablarles de una parte de sus orígenes, la que yo conocí "en vivo". En este mismo número tratan del tema especialistas mucho más profundos que yo, pero quizá ninguno de ellos conoció personalmente a tantos autores de los que plantaron los cimientos de la "novela negra". Este es mi privilegio y mi única justificación para atreverme a escribir este trabajo. En secreto les diré que durante muchos años fue también mi pesadilla, pues tales escritores me persiguieron sañudamente y sin piedad. Lógico, por que yo era el encargado de pagarles los anticipos.
Pero empecemos.
La resaca de la guerra
Ante todo situémonos en los años 40 y procedamos a recoger los restos del naufragio. Después de la guerra civil, una parte de la intelectualidad española estaba en el exilio, pero otra parte no menos importante había sufrido en el interior la "depuración" y la cárcel, lo que significaba, en el mejor de los casos, falta de oportunidades para ganarse el pan de cada día. Eso hizo que personas que a veces habían desempeñado importantes cargos durante la República pasaran a desempeñar pequeños cargos en editoriales que luchaban por la supervivencia. Correctores de estilo, asesores literarios, guionistas y, por supuesto, escritores de novelas por pasillos estrechos a cuyo fondo había un editor y --lo más importante-- una oficina de Caja. Sin ellos no hubiera podido darse la moderna novela popular, que creó unos profesionales y unas bases para lo que hoy llamamos "novela negra".
Las personas dedicadas a este menester, que entonces consideraban transitorio, pero que en muchos casos duró todo el resto de sus vidas, se dividían en tres grandes apartados: a) los que escribían novelas rosas, cuyo arquetipo podría ser Corín Tellado, que Corín Tellado no era entonces una represaliada, sino una chica jovencísima que luchaba para que la tomasen en serio; b) los que escribían novelas del Oeste, cuyo arquetipo podría ser Marcial Lafuente Estefanía, quien sí que era un represaliado e incluso había estado a punto de ser convenientemente pasado por las armas; c) los que escribían novelas policíacas, y que crearon una base profesional sin la que en España no hubiera llegado a desarrollarse la literatura de que estamos tratando.
Naturalmente voy a referirme a estos últimos, pero antes permítanme ustedes que destine unas líneas, aunque sean puramente sentimentales, a los escritores de los otros géneros, para que quede constancia histórica de su trabajo. Cuando mi memoria se pierda, es posible que se pierda también la memoria de personas que, pese a todo, fueron grandes escritores. En el grupo de la novela rosa me parece indispensable citar, al margen de Corín Tellado, a Juan Lozano Rico, que firmaba con el seudónimo de "Carlos de Santander", y a Miquel Cussó Giralt, que firmaba con el seudónimo de "Sergio Duval". El primero era marino mercante y el segundo era relojero. No tenían una preparación especial para la literatura, pero ambos eran escritores de raza. Algunas de las novelas que se vendían entonces a precio ínfimo eran trabajos mejor construidos que muchas de las obras de relumbrón que hoy se publican y se traducen, y lo digo cuando han pasado muchos años y por tanto estoy libre de toda pasión. Lo que ocurría era que el tema mandaba y la Censura también. Todo tenía que ser un "chico busca chica" que se encuentran y se pelean de mil modos distintos hasta que coincidan en la iglesia, donde seran santificados con toda diligencia. De Juan Lozano hicieron furor en aquella época las novelas Te mirarán mis ojos y Vivir cuesta dinero, y de Miquel Cussó la que le consagró ante el público femenino: Por unos ojos negros. Eran títulos, por supuesto, en los que el editor exigía que privase la comercialidad.
Corín Tellado fue un caso aparte, porque consiguió el éxito casi en seguida con unas novelas tan directas y decididas como ingenuas. Cuando se le extendieron los primeros contratos de la época --mil quinientas o dos mil por original en los años cuarenta, pagaderas en dos plazos-- era a mi entender una escritora mediocre, que ni siquiera hacía concordar los verbos bien, pero luego aprendió y se convirtió en una escritora realmente muy buena, como es hoy. Curiosamente fue al escribir mucho mejor cuando empezó a perder en parte el favor del público, demostrando eso tan viejo de que el novelista nunca sabe cuándo acierta. Tampoco lo sabe el editor, que fuera de algunos autores que ofrecen unas ciertas garantías, corre más aventuras de lo que la gente cree; lo que el editor espera es que los éxitos inesperados compensen los fracasos no menos inesperados. Conocí uno que apostaba siempre por la estupidez del público, y para desesperación de su asesor literario, cuando éste le presentaba una lista de diez obras para posible traducción, compraba siempre, de las diez, la peor informada. El pobre asesor literario aún vive, pero le ha quedado para siempre una especie de mancha triste en la cara. Desde luego, también tuvieron que operarle de úlcera de estómago.
La fauna de los que escribían novelas del Oeste era más variada. Estefanía era un hombre culto (abogado, ingeniero e hijo de un magistrado del Supremo) y gracias a sus conocimientos matemáticos ocupó altos puestos en la Artillería roja. Estuvieron a punto de fusilarle, y él mismo me explicó una vez que le salvó una señora de la vida, es decir, y para que nos entendamos, una señora puta. Estaba esperando turno para el piquete, en una de las ejecuciones masivas de la época, cuando la señora en cuestión le dijo al oficial que dirigía la matanza: "Venga, hombre, a esos los dejas para mañana y mientras tanto nos pasamos una noche estupenda". Por fortuna, "mañana" llegó un oficial con más grado y más sentido común, que prohibió la continuación de las ejecuciones. Estefanía me explicó también que años más tarde había encontrado a la importantísima señora en Madrid. No sé más.
Todo eso le dio, supongo, un cierto escepticismo ante la vida y una confianza en el estilo brusco y directo. Sus novelas son famosas por dos razones fundamentales: porque pasan en ellas muchas cosas, sin ninguna galanura literaria, y porque en ellas muere más gente que en la II Guerra Mundial. Incluso a veces el autor se ahorraba el trámite de describir los tiroteos. Podría citar muchos ejemplos, pero me acuerdo de una obra que en este sentido es definitoria. Narraba Estefanía que dos audaces exploradores iban por el Oeste cuando distinguieron en una colina a tres indios. Punto y aparte.
Y el párrafo siguiente empezaba: "Una vez muertos los tres indios, los exploradores siguieron... etc... etc." Estefanía te podía liquidar en ochenta páginas a todos los participantes en la batalla de Normandía. Y sin embargo era un hombre dulce, cariñoso, buenazo, del que incluso llegaron a abusar. Por razones puramente profesionales tuve algunas broncas con él, y después de la discusión lo único que preguntaba era cuándo podíamos tomarnos una copa.
Pero todos estos son, por decirlo así, personajes marginales en la historia de la que estamos tratando. Permítanme que ahora les hable de las novelas puramente policíacas, garantizándoles que componen una fauna no menos llena de humanidad y por lo tanto no menos preocupante.
La España prohibida
Entre las muchas características más o menos discutibles de la "novela negra" hay una que es indiscutible: describe una sociedad urbana concreta en un momento concreto, generalmente a través de ambientes que son muy conocidos por el autor. En la época a que me estoy refiriendo (época que se extiende de hecho entre 1940 y 1975) eso era imposible, porque la Censura no permitía tratar con sentido crítico ambientes españoles en los que actuaban policías españoles. El público, por descontado, tampoco lo hubiera aceptado bien. Para el público, la policía de entonces era la Brigada Social, la que encarcelaba a obreros y a estudiantes y aplicaba "in situ", sobre las costillas del interesado, una buena ración de la paz de España. Ya lo había dicho Unamuno bastantes años antes: "tranquilidad viene de tranca".
Era inútil que algún comisario, como Gil Llamas, publicase un libro de experiencias titulado Brigada Criminal, donde quedaba claro que también existía el pobre policía de servicio de esquina y macuto a la espalda. Fueron inútiles unas cuantas películas acogidas al crédito oficial en las que aparecían policías dedicados al bien público y con problemas para llegar al fin de mes. La gente de la calle no hubiera admitido inspectores Gómez ni criminales Rodríguez, ni calles conocidas que no excitaran sus sueños y sus ansias de viajar. Todo lo bueno sucedía entonces fuera de España, y las únicas policías con garantía de origen eran Scotland Yard y el FBI, sobre todo este último. Muchos de ustedes recordarán el éxito clamoroso de una película dedicada a explicar el FBI por dentro, y que se titulaba La calle sin nombre.
De modo que por razones tan importantes nadie escribía novelas policiacas ambientadas en las ciudades españolas y encima con sentido crítico, es decir lo que hoy llamaríamos ya "novela negra". Los argumentos se desarrollaban en Inglaterra, Estados Unidos y excepcionalmente Francia. En lugares oficialmente tan corruptos era posible situar grandes "gangs", policías que cobraban bajo mano, gobernantes venales y hasta alguna señorita que enseñaba el portaligas, si bien esa prenda íntima nunca pudo mencionarse de una forma expresa. El intrépido autor llegaba al límite cuando escribía: "Ella le insinuó sus encantos". Punto.
¿Qué escritores llegaron a dar algún paso en esta especie de selva sin caminos? Citaré los más importantes, los que sin duda han leído todos los españoles que hoy escriben "novela negra".
Uno de ellos, el más veterano, fue Pedro Víctor Debrigode Duggi, cuyo nombre ya empezaba por parecer un seudónimo. Escribió de todo y con seudónimos diversos, pero en las colecciones policiales solía utilizar el de "Peter Debry". (Dicho sea de paso, los autores parecían tener una verdadera obsesión para que la gente los identificara a pesar del obligado seudónimo, ya que la gente no se hubiera tomado en serio entonces unas aventuras neoyorquinas escritas por un español. Así al margen de Peter Debry, Orlando García firmaba "Orland Garr", Rafael Segovia Ramos "Raf Segram" o sea simples contracciones de sus nombres. Luis García Lecha, queriendo hacer las cosas más a la manera anglosajona, utilizó el seudónimo de "Louis G. Milk".
Peter Debry había vivido intensamente, tanto que nunca se pudo saber con certeza lo que era historia y lo que era leyenda en su vida. Al parecer, había sido oficial franquista en la guerra civil, pero algún problema muy grave lo llevó a la prisión de San Marcos de Pamplona, de la que pudo huir. Hombre muy culto, pues hablaba varios idiomas incluso en las variedades dialectales del hampa, fue precursor de los escritores de hoy en muchas cosas. La más importante consiste en que siempre estuvo cargado de deudas. Fue el clásico hombre de anticipos y problemas, y llegó a retrasarse tanto en la entrega de los originales que a veces tenía que dictarlos al linotipista, para que la obra saliera en la fecha prevista. Eso demostraba, por otra parte, su asombrosa capacidad para fabular y sus dotes narrativas. Los correctores apreciaban mucho sus obras porque en ellas no había ninguna falta, ninguna inexactitud, ningún fallo. De hecho, Debrigode les regalaba el dinero que él tanto necesitaba.
Hoy las novelas de Pedro Víctor Debrigode, como casi todas las que Bruguera publicó en sus famosas colecciones "Servicio Secreto" y "Punto rojo", no se reeditan, pero les aseguro que hay textos dignos de ser leídos. Debrigode pasó por infinitos apuros, pero al final, después de enviudar, parece que se casó con una joven preciosa que además era millonaria. En su vida todo tenía que ser increíble. En cuanto a su muerte, que se produjo algo después, me da por imaginar que tuvo lugar mientras removía un "gin-fizz" con el cañón de una pistola al borde de una piscina privada.
Otro escritor que consiguió interesar en la novela policiaca a miles y miles de lectores españoles fue "Keith Luger". Se llamaba en realidad Miquel Oliveros Tovar, y era abogado y un respetado funcionario del Ayuntamiento de Valencia. Pudo haber vivido de su cargo, pero no era hombre que se habituara a un sueldo fijo, de modo que abandonó la seguridad del funcionariado y se hundió de pies y manos en el mar proceloso de la novela.
De todos los autores que se mencionan aquí, era el que tenía más ingenio y más habilidad narrativa. En todas sus obras había pinceladas de humor dignas de la mejor comedia británica. Resulta difícil, entre tanta producción, elegir un ejemplo, pero me inclino por el de una protagonista que aparecía en el escenario de un teatro precipitadamente, tanto que había olvidado ponerse la falda y las bragas. En esta situación le decía al galán, que la estaba esperando en el centro del tablado, la primera frase del diálogo: "Señor mío, hay muchas cosas que le he estado ocultando hasta este momento..."
Oliveros también pasaba por tantos apuros como Peter Debry porque era un hombre honrado, pero desordenado en sus gastos. Pese a que se le pagaba mejor que a nadie, siempre andaba en apuros como en aquella época se suponía le debía ocurrir a todo buen escritor yanqui. Murió joven, de un derrame cerebral cuando iba a comprar el periódico. No me extraña que su cerebro estallase un día, porque fue uno de los hombres que más lo hicieron trabajar en España, y proporcionó al país, como todos los autores de su clase, millones de dólares por las exportaciones de libros a América. Me parecía totalmente injusto que un día se le olvidase, aunque fuera piadosamente.
Otras firmas importantes
A mí entender, estos fueron los dos autores fundamentales del género, por la amplitud de su producción y la calidad media de la misma. Pero hubo otros que no desmerecen en absoluto a su lado, aunque la producción sea menor. Recuerdo a Antonio Martínez Torre, que escribió durante poco tiempo, y que creó, me parece que con su mujer, una pareja de investigadores también casados entre sí, que tenía mucha más humanidad e intriga que las actuales series americanas de televisión. Si no recuerdo mal, firmaba como "Tony M. Tower", por lo que resultaba más que identificable. Debo cita también a Antonio Vera Ramírez, que solía firmar como "Lou Carrigan", Rafael Barberán (Ralph Barby), Francisco Caudett (Frank Caudett) y Juan Gallardo Muñoz (Donald Curtis), todos ellos veteranos profesionales del género y que en mayor o menor proporción siguen escribiendo. Algún autor hoy muy prestigioso y conocido hizo sus primeras armas en la novela popular, como Cristóbal Zaragoza, que escribió varios originales sin demasiada fortuna con los asesores literarios. Cristóbal Zaragoza estaba llamado a más altos menesteres, pero entonces debía necesitar dinero con urgencia porque había abandonado, llevado por su vocación, la seguridad del profesorado para emprender la aventura literaria.
Sin todos los mencionados no se hubiera llegado a crear, en años particularmente difíciles, un clima, una profesionalidad y una cierta escuela no sólo de escritores, sino también de lectores. Cuando Espala se asimiló al modo de vida y a las formas culturales de Occidente, existía ya una demanda latente para la novela negra. Claro que en cuanto a la situación económica y las costumbres de los autores no habían cambiado demasiado las cosas desde los tiempos de Emili Vilanova, el autor de Los misterios de Barcelona, y uno de los más antiguos precursores de la novela negra.
Emili Vilanova, que siempre andaba a las últimas, le pidió a su editor un anticipo de mil quinientas pesetas, que entonces era una gran suma. El editor se las negó diciéndole: "Bah... si se las diera, le durarían quince días". Y Vilanova le contestó con los ojos iluminados:
--Sí... ¿Pero qué quince días!
Los Cuadernos del Norte, 41, marzo-abril 1987
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